Por doquier oímos expresiones como las siguientes: “son cosas de su personalidad”, “él es así”, “con la edad que tiene ya no puede cambiar”, “yo soy así”. ¿Todo esto es cierto o más bien son posturas cómodas para ahorrarse el sacrificio de cambiar? ¿Podemos cambiar cuando somos pesimistas o perezosos o alegres o melancólicos o muy intelectuales o pocos amantes de relacionarnos con el otro o muy desconfiados o sádicos o masoquistas? ¿Es posible que tú y yo podamos cambiar? ¿La posibilidad del cambio de carácter no es una quimera de la psicología para sacar dinero? Preguntas que tendrán respuestas en las siguientes líneas.
Temperamento y carácter
Es difícil definir por qué somos así Es decir, por qué somos envidiosos o tolerantes o caprichosos o coléricos o paranoides o dependientes u obsesivos, por poner sólo algunos ejemplos. La persona, según los entendidos, es una confluencia de fuerzas y de circunstancias: desde la carga genética a la relación con las figuras más influyentes, los padres, pasando por la ciudad en donde hemos vivido, la cultura que respiramos e incluso los profesores que tuvimos, así como los amigos, la familia y un largo etcétera de situaciones que han ido configurando cómo somos.
A esa parte genética, que es como la herencia de la personalidad, pero que todavía no se sabe identificar, la llamamos temperamento: el resto de los factores culturales, relaciones, psicológicos etc., son los responsables del carácter.
En definitiva, podemos afirmar que somos el resultado de nuestro temperamento y de nuestro carácter. El temperamento es inamovible, pero el carácter sí es posible su modificación. El carácter, pues, representa la originalidad de cada uno de nosotros; el carácter es lo que hace que yo sea diferente e irrepetible. Como decía un psiquiatra, “el carácter es lo que hacemos cuando nadie nos está mirando”.
La personalidad pues es una organización dinámica que define el comportamiento y el pensar de cada individuo, por tanto es un proceso que se puede ir modificando a lo largo de la vida de cada individuo, sobre todo porque tiene una característica adaptativa, con lo que la persona va intentando mantener una sensación de bienestar. Cada uno de nosotros tiene un concepto de sí mismo que refleja la imagen que tenemos de nosotros mismos. La personalidad, pues, es el resultado de la naturaleza (genes) y del aprendizaje (experiencia).
La personalidad de cada individuo se va configurando a lo largo de su biografía; y cómo éste va asumiendo las diferentes experiencias, tanto internas como externas, como las positivas o negativas. Esto constituiría su carácter, al que habría que sumar el temperamento, que es la parte más constitucional de cada sujeto.
Tipos de carácter A lo largo de la historia de la psicología se han descrito diversos tipos de caracteres, centrándose en la constitución física o en la forma de manifestarse con respecto a los demás o en la vivencia que tiene el sujeto de sí mismo. Aquí vamos a describir los rasgos más frecuentes en las personas que conviven con nosotros.
El nervioso: es una persona que cambia continuamente de intereses y de ocupación. Es inestable y su voluntad es muy débil. Generalmente es cariñoso y sociable. Es extrovertido.
El sentimental: es tímido e inseguro, pero muy reflexivo y generalmente busca el aislamiento y la soledad y tiene problemas para adaptarse a cosas nuevas.
El colérico: se caracteriza por sus arrebatos. Se deja llevar por la primera impresión y es poco constante. Abandona las actividades cuando sospecha algún peligro (real o fantaseado).
El apasionado: es una persona muy dedicado a su trabajo. Le gusta el estudio y vive siempre ocupado.
El sanguíneo: es muy cerebral y da la sensación de una persona fría. Es trabajador y curioso y se adapta bien a cualquier ambiente.
El flemático: es reposado y tranquilo y también muy ordenado. No le gusta el trabajo en equipo. Además, es dócil y metódico.
El amorfo: es perezoso. Es despilfarrador, impuntual y carece de entusiasmo. Aunque es sociable y extrovertido, suele aplazar las tareas y es muy desordenado.
El apático: es depresivo y pasivo y tiene poca iniciativa. Es perezoso y poco interesado en las actividades cotidianas.
Lo que nos impide cambiar
El ser humano es esencialmente cambio y en él es donde encuentra el camino del progreso y de la perfección; sobre todo el cambio más estructural nos lleva a “crecer psicológicamente” y a posibilitar el desarrollo completo de todas las facultades.
Es cierto que todo cambio supone posibilidad de éxito, pero también está impregnado de la sombra de fracaso; la decisión pues se columpia entre ser o no ser, pero siempre es una ventana abierta a la esperanza, a las posibilidades de pasar de un “menos” a un “más”.
No obstante, ante la encrucijada del cambio personal, el ser humano puede quedarse atrapado y estático, sumido en la indecisión, por muy diversas razones. He aquí las más frecuentes:
- Por miedo a lo nuevo: “es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”, solemos decir, en un intento por explicar nuestra decisión de no cambiar de empleo, de pareja o de vivienda. Pero lo que subyace en esta situación es el temor “al caos” que se puede producir con el giro hacia un lado o hacia otro. A veces, pensamos que aunque estemos mal lo contrario puede ser peor. Pero esto es falso. Con frecuencia, lo bueno surge como contrapunto de una situación conflictiva.
- Por autosuficiencia: “no dar el brazo a torcer” es sinónimo de mantener un criterio o una idea contra viento y marea, como una forma de mantener una supuesta autoridad. Es como si cambiar fuera sinónimo de debilidad e inseguridad, cuando la realidad puede ser muy diferente: “cambiar es de sabios”, por contra, la rigidez y la arrogancia es patrimonio de los más débiles.
- Por la seguridad de lo conocido: es como si todo “lo nuevo” fuera negativo; se cree que lo imprevisto, lo espontáneo es fuente de sufrimiento (una prueba médica, un viaje sin planificar, etc.) y por eso se busca la paz y tranquilidad de lo conocido, pero no es así. También “lo nuevo” (modificar nuestra conducta, ser más participativos, etc.) puede ser provechoso para el sujeto, aunque momentáneamente rompa el equilibrio personal, familiar o social. Esta última posibilidad puede ser trampolín para seguir creciendo psicológicamente.
- Por poner la solución en un “ser superior”: ya sea la ciencia, “los poderes mágicos” o el mismo Dios. Si creemos que la solución a nuestros problemas nos lloverá de ‘arriba’, nunca pondremos los medios para estar más sanos, más felices. Esta idea de que “la salvación nos viene de fuera” solamente nos llevará al inmovilismo y a no poner los medios para posibilitar el cambio. Es lo que le ocurre al enfermo incurable o no, que se abandona a la suerte de la curandera, a su fe en Dios o las posibles investigaciones científicas, sin poner los medios “aquí y ahora” para mitigar su dolor y alcanzar la sanación. No podemos ser tan ingenuos que pensemos que la felicidad pueda depender de un “golpe de suerte” o de fuerzas extraterrestres.
- Por un gran sentimiento de minusvalía: es la situación inversa a la anterior. Por ejemplo: “yo no valgo”, “no puedo cambiar”, etc. Aquí el miedo al cambio está sostenido en las propias inseguridades y en las vivencias descalificadoras de los protagonistas. Lo cierto es que siempre podemos corregir nuestra conducta altanera, nuestra autosuficiencia o nuestra tendencia a la perfección.
Pasos para el cambio
Considero que toda persona, sobre todo en la infancia y juventud, tiene capacidad para ir modificando su actitud ante la vida e ir cambiando los aspectos de su personalidad que más le provoca rechazo o malestar.
El primer paso es que el sujeto tome conciencia de su deficiencia y tenga claros deseos de cambiar: debe constatar que su forma de ser (dependiente, introvertido, celoso, etc.) es una fuente de sufrimiento para sí mismo y para los demás, ésta es la premisa imprescindible para que se produzca el cambio. En segundo lugar, darse tiempo: los cambios no se pueden producir de la mañana a la noche (aquí podemos recordar el dicho: “vísteme despacio que tengo prisa”; un exceso de ansiedad por cambiar nos puede bloquear y también sorprender a nuestros familiares y amigos). Las prisas por modificar nuestra conducta pueden provocar un freno en nuestro deseo de cambio. En tercer lugar, hay que pedir ayuda psicológica si comprobamos que no podemos cambiar, sobre todo cuando los rasgos de nuestra personalidad son tan pronunciados que se convierten en un trastorno psíquico propiamente dicho. En este caso, la petición de ayuda no significa deficiencia, sino más bien el asumir que no tenemos fuerzas necesarias para conseguir el cambio propuesto.
Y en cuarto, y último lugar, el cambio no debe ser para parecerse a fulanito o menganito, sino para desarrollar al máximo las posibilidades que cada uno tiene: “siempre es mejor ser un mal original, que una buena copia”, como le suele gustar decir a un viejo amigo.
¿Cómo cambiar a otra persona?
- No podemos intentar cambiar al vecino, al frutero o al conductor del autobús, por poner solamente algunos ejemplos. Es imprescindible, pues, examinar qué responsabilidades tengo con la persona a cambiar: hijo, pareja, etc.
- Valorar la situación: no es lo mismo que exista un alto riesgo de daño para sí mismo o para otros (habría que intervenir rápidamente) o que el comportamiento del otro nos moleste por no encajar con nuestros valores o filosofía de la vida.
- No intentar criticar el comportamiento sino intentar comprender. “Calzar el zapato del otro”, decía Roger. Ante una persona que sufre hay que ponerse en esa posición para valorar sus acciones: “no comparto tus decisiones pero comprendo tu dolor”, podemos decir.
- A veces, nuestro propio cambio puede las reacciones químicas, nuestra conducta puede facilitar o entorpecer la conducta de las personas que conviven con nosotros. Un pequeño cambio en nosotros puede ser el principio de un gran cambio en los demás.
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